La humanidad D.C.
	
Por Hoenir Sarthou 
	
	
 
	
Al final, como siempre, todo se reduce a creer o no creer
	
Hoenir Sarthou – Voces 14 mayo 2020
	
Si uno toma por buenas las versiones con las que nos machaca
	constantemente la prensa, las noticias que aparecen en los portales
	y motores de búsqueda virtual, si toma en serio los helicópteros
	sobrevolantes y el ritual de película del espacio con que lo
	reciben en oficinas públicas y comercios grandes, no hay nada que
	hacer.
	
Sólo caben el miedo, el tapabocas, la obediencia, el
	aislamiento, el distanciamiento físico, la angustia y cruzar los
	dedos para que nada nos contamine. Todo argumento y todo intento de
	relativizar el miedo serán inútiles.
	
Ahora, si uno se atiene a los hechos, las cosas cambian. En
	Uruguay –según datos oficiales- hay actualmente ocho camas de CTI
	ocupadas por pacientes con coronavirus. Murieron menos de una
	veintena de personas que, además del virus, tenían otras graves
	patologías, y hay unos cientos de casos detectados, la mayoría
	asintomáticos o con síntomas leves. El número real de infectados
	lo desconocemos, ya que no se ha testeado a la población, ni a una
	muestra de la población, sino a personas que presentan síntomas o
	respecto de las cuales se sospecha que hayan estado en contacto con
	portadores del virus.
	
Sobre esa exigua base real se dispusieron las medidas que han
	hecho trizas nuestra vida económica, laboral, social, familiar y
	educativa. El resto de los fundamentos provino de afuera, de la OMS,
	en base a previsiones fallidas (el informe Ferguson) y datos de
	China, Italia, España o EEUU, datos muy cuestionables,
	tanto respecto a la cantidad de casos como a la verdadera causa de
	las muertes.
	
Tengan presente que no acuso al gobierno uruguayo. Hay que
	reconocer que Lacalle y su equipo han intentado mantener la
	sensatez, por ejemplo, al desestimar la cuarentena obligatoria,
	modelo OMS, que adoptaron el gobierno argentino y otros de la
	región.
	
¿Cuáles son los factores reales de poder que han
	llevado a tantos gobiernos a adoptar políticas suicidas, para la
	población de sus países y para los propios gobernantes?
	
La respuesta siempre conduce a la OMS. La OMS
	primero encubrió a China mientras se desarrollaba el contagio
	inicial, luego declaró la pandemia, barajó cifras, informes y
	pronósticos escalofriantes, recomendó clausurar el mundo y
	presionó a los gobernantes para que lo hicieran.
	
Bill Gates, convertido en una suerte de ministro mundial de
	salud, habla todos los días en la televisión de los EEUU, formula
	pronósticos y recomendaciones, anuncia fechas posibles de aparición
	de una supuesta vacuna y, de paso, aprovecha a informarnos cómo
	funcionará la “nueva normalidad” mundial en los próximos años.
	Al parecer, el número de sus declaraciones televisivas supera
	incluso a las de Donald Trump y ha polemizado pública y acremente
	con Trump sobre las políticas ante el coronavirus. Hace pocos días,
	el primer ministro español, Pedro Sánchez, se jactó de que
	Melinda Gates –sí, la esposa de Bill y su socia en la Fundación
	que lleva sus nombres- lo había llamado para hablar sobre la
	pandemia. El periodista argentino Nicolás Morás informó, sin ser
	desmentido, que George Soros-socio de Bill, de Melinda y de los
	Rockefeller en muchos negocios-  había llamado al presidente
	argentino, Alberto Fernández, cuando éste se disponía a levantar
	la cuarentena obligatoria. El resultado fue que la cuarentena se
	prolongó.
	
¿Por qué estos individuos, que no ocupan ningún cargo
	público ni tienen ninguna versación en medicina, son opiniones
	relevantes en todo lo relativo al coronavirus y se permiten
	aconsejar y presionar a los gobernantes respecto al tema?
	
Sin duda esas atribuciones tengan relación con que son
	financiadores privados de la OMS y controlan a poderosas compañías
	dedicadas a la industria farmacéutica, algunas de ellas asociadas
	incluso con empresas chinas.
	
El matrimonio Gates ha donado unos 300 millones de dólares a la
	lucha contra el coronavirus. Pero la industria farmacéutica ha
	recibido ya más de 3.000 millones de dólares para investigar en
	busca de la vacuna, y seguirá recibiendo mucho más en tanto el
	coronavirus sea el principal y obsesivo temor mundial.
	
Yo ignoro si a gente como los Gates o Soros los sigue moviendo el
	dinero. Imagino que, cuando la fortuna personal ya no puede medirse
	en casas, viajes, autos, sirvientes, comidas y vacaciones lujosas,
	cuando todo eso está asegurado para uno mismo y para sus
	descendientes durante siglos, el dinero se transforma en otra cosa.
	
Un símbolo. Símbolo de éxito y de poder. Cuando uno tiene
	decenas de miles de millones de dólares, aumentar la fortuna en
	algunos miles de millones quizá no sea otra cosa que confirmar el
	éxito y aumentar el propio poder.  Si eso puede
	hacerse cambiando la vida de todo el mundo, el punto valdrá doble.
	
Y, si puede lograrse contrariando la voluntad de gobernantes
	poderosos, desde Vladimir Putin a Donald Trump, pasando por Boris
	Johnson, Bolsonaro y López Obrador, la satisfacción será
	infinita.
	
El mundo ha cambiado mucho en sólo tres meses.  Hasta
	ahora, al menos en Occidente, la historia de la Humanidad se
	dividía en “AC” y “DC” (antes y después de Cristo). Lo
	bueno es que no tendremos que cambiar de siglas. Habrá un tiempo
	“Antes del Coronavirus” y otro “Después del Coronavirus”.
	
Antes, el poder del sistema financiero y el de los organismos
	internacionales era relativamente secreto. El grueso de la población
	del mundo no lo percibía. Hoy ha quedado en evidencia que un
	organismo como la OMS, en las circunstancias adecuadas y
	convenientemente financiado, puede dirigir a un mundo
	asustado e imponerse sobre gobernantes encumbrados. 
	
	
Dentro de algunos meses, cuando se sepa el grado de endeudamiento
	que los Estados habrán asumido a consecuencia de la cuarentena,
	será evidente también que el sistema financiero tiene importantes
	intereses en la cuarentena.
	
Antes, la libertad de la vida pública y el desprejuicio en las
	relaciones interpersonales eran valores en Occidente. Hoy, toda
	persona es vista como un potencial factor de contagio y nadie pugna
	por cosas como la vida política, con asambleas, actos y
	manifestaciones, o por el desprejuicio, la sociabilidad y el amor
	libre. El miedo, sabiamente atizado y publicitado, lo ha cambiado
	todo.
	
En la mayor parte de los países, las medidas de prevención se
	impusieron por regímenes de excepción o por decreto, prescindiendo
	de procedimientos legales, debates parlamentarios, y de crítica o
	investigación periodísticas, dando por sentado el asentimiento de
	una opinión pública inconsulta pero dispuesta a someterse a casi
	cualquier cosa en aras de la seguridad sanitaria.
	
Se ha establecido una nueva –en realidad muy vieja- forma de
	legitimación del poder. Ya no la discrepancia democrática, ya no
	las mayorías trabajosamente alcanzadas tras esfuerzos argumentales
	y militantes. Un miedo y una obediencia medievales han tomado ese
	lugar. Las cosas son como son, en el mundo mandan los que tienen el
	poder de mandar, y desobedecer no nos lleva al infierno, pero sí a
	CTIs colapsados, sin vacunas y carentes de ventiladores.
	
Escribo estas líneas después de varios días de andar por la
	calle, tratando de hacer trámites, frecuentando oficinas públicas
	y privadas. Soy pesimista. La gente va a trabajar porque no
	tiene más remedio. Pero está asustada. Muy asustada.
	
Se cubre con el barbijo con la misma unción con que una monja lo
	haría con su toca.
	
El virus ha sustituido al demonio, y el alcohol en gel al
	agua bendita, pero el miedo a la perdición parece ser el mismo.
	
Los poderes de hecho que impulsan esta política global de
	cuarentena suicida no han ganado la batalla todavía.  Aunque
	en franca minoría, cada vez más gente duda de que sus datos, sus
	tratamientos, su publicidad y sus objetivos sean beneficiosos para
	la Humanidad. Y, como se sabe, la duda es la piedra angular
	de todo conocimiento.
	
Hay un intento evidente de reorganización del poder mundial
	sobre nuevas bases. No en vano los Gates y sus empleados vaticinan
	que “la lucha contra el flagelo será larga”, que “luego el
	mundo no será el mismo” y que “deberemos acostumbrarnos
	a una nueva normalidad” (al principio creí que la
	expresión era un acierto de Luis Lacalle, pero luego supe que viene
	de muy arriba en la actual jerarquía del mundo)
	
¿Cuán fuertes pueden ser la duda y las opiniones críticas
	cuando carecen de prensa y de poder? ¿Pueden vencer a la fuerza
	coaligada del dinero, la presión al poder político, la publicidad
	y una academia que legitima lo que se presenta como “sentido común
	universal”?
	
Dicen que se puede engañar a algunos para siempre y a todos
	durante un tiempo, pero que no se puede engañar a todo el mundo
	durante todo el tiempo.
	
Esperemos que así sea.